Párrafos de Vida


De Totonakas y Huayras...
Los miembros del centro tienen invariables orígenes. Aunque en él se busca revalorizar lo nuestro originario, no siempre quienes a él se suman tienen un conocimiento antelado de lo que representan nuestras culturas, aunque se comprometan y trabajen luego, y seriamente, por ellas. Los idiomas nativos, pues, no son una excepción. Del desconocimiento del quechua y del aymará, hubieron de sucederse episodios como estos.

Allá por los principios de los noventa, con motivo de celebrarse los 500 años del descubrimiento de nuestro continente, acudieron algunos de los miembros de la institución a una ceremonia realizada en el milenario Tiahuanacu, en vísperas del solsticio de invierno. De suyo inquietos y ansiosos de compenetrarse con la gente de lugar, y, por intermedio de estos, con los rituales, ceremonias y costumbres aymarás; nuestros ocasionales turistas hicieron contacto con algunos pobladores del lugar. Inquiriendo presurosos y reiterativos con una insistencia casi molesta a aquellos moradores, fueron bombardeados con una descarga de aseveraciones nativas que, por el desconocimiento del idioma, pasaron incomprendidas por los oídos de aquellos citadinos foráneos, dejándoles perplejos y anonadados.

Transcurrido aquél episodio, las risas se apoderaron del grupo por el repentino apercibimiento de su ignorancia, y como uno de aquellos no parara de hacer referencia a lo ocurrido con su continuo parloteo en términos tales como... musiconaka, fiestanaka, etc. De lo mucho que vino en sucederse intervenciones como estas, pues, el compañero Toto, que así se llamaba, en ceremonioso “aymará”, fue bautizado como totonaka. Apelativo que, todavía hoy, le es conocido y por el que le conocen...

Mas si el aymará bautizó así a un compañero, el quechua, en otros, aunque en otras circunstancias, nos mostraba igual aunque cándida y cómplice ignorancia. Así, pues, retornando de Villa Montes, de un viaje al que fuéramos acreditados en representación de la institución, el compañero B. y yo, en medio del bullanguero ambiente que era el bus en que nos encontrábamos, conversábamos con otro de los partícipes al evento, oriundo de Llallagua, aquél histórico centro minero. Amena aquella charla, sin recordar plenamente cómo, de improviso aquél interlocutor devino en darnos unas “clases” de quechua. –¿Cómo se dice cuando una roca cae rodando por el cerro al río? –inquirió P.
Sin la menor noción de cómo podía expresarse aquello en aquel idioma, al tiempo exclamamos B. y yo juntos:
–¿Cómo?
–¡Koron, koron... chulting!, manifestó sonriendo vivamente nuestro ocasional maestro lingüista, uniéndonos nosotros a aquella reacción que se tornó efusiva. De pronto P. cobró una actitud seria y procedió a lanzarnos otra interrogante:
–¿Cómo se dice radio en quechua?
Pregunta ante la que nuevamente obtuvo una respuesta negativa y respuesta ante la que ahora ya con cierto aire académico, gesticulando algo exagerado y haciendo ademanes con las manos, señalando la boca y extendiéndolas como declamativamente hacia el horizonte, exclamó, con alguna solemnidad:
–“Huayra...” –extendiendo las manos– “viento”; “simi...”, señalándose los labios, “boca”; “huayra simi,... radio”
La explicación, que nos parecía lógica, no dejaba, empero, de causarnos cierta sensación de ponderación exagerada por nuestro interlocutor, y B. con esa picardía oportuna que le es propia, entre una sincera y sarcástica actitud, le soltó a P. una interrogante:
–Si huayra simi es radio... huayra siqui será pedo?
¡... Las carcajadas brotaron incontenibles entre los presentes!

En la oportunidad de aquel mismo retorno comentamos con B. acerca de los sonidos onomatopéyicos que, en toda cultura, dieron origen al lenguaje, y no podíamos dejar de notar que la explicación que nos fuera dada por P. sobre el zambullido de su roca tenía cierta lógica, aunque no veracidad. Algo hambrientos, luego de una breve búsqueda, sacamos unos alimentos que la madre de B. nos había preparado y rememorando casi mecánicamente aquél episodio y aquél nuestro comentario, proferimos juntos al encontrar nuestra comida: “¡asta pi!”, ¡está pues!, (Aptapi)... Y degustamos presurosos.

Tres episodios en Kumuna


Las instituciones, como los hombres, tienen sus “historias”. Historias ciertamente protagonizadas por éstos, pero que han quedado plasmadas en la savia misma de las venas de aquellas y que en cierta forma las hacen, también, lo que son. Pues no son meras conjunciones de normas y sujetos las organizaciones. Y Sartañani que no es ajeno a estas consideraciones, tiene infinidad de estos pequeños párrafos de vida que son, en parte, su vida misma. ¡He aquí algunos de ellos.!


El primero...
Llegando a Kumuna después de varias horas de caminata, en la penumbra ya total de la noche, tiritando por el frío extremo y, no hace falta decir, cansados; apenas fueran apercibidos por las autoridades del lugar, invitados a pasar a la casa de estos, los “sartacos” fueron acometidos por la anfitriona a servirse chichita. “Han de estar cansados”, exclamó la Mama T’alla afablemente, “sírvanse pues estito”. En aquél recinto levemente iluminado por el destello de una vela, cansados por el trayecto y ya somnolientos, pocos de los visitantes tenían intención de servirse lo ofrecido. Mas sabedores de que no es siempre bueno rechazar un ofrecimiento, alguno de ellos empezó a servirse la chicha, exclamando tutuma en mano: “¡Jallalla tatas, mamas!”, “¡Jallalla!”, iniciando aquél episodio que hízose repetitivo y en el que, extrañados por el sabor de la bebida, no pocos la cuestionaran recibiendo la invariable respuesta: “¿Cómo pues vas a querer rechazar? Así siempre es la chichita de comunidad”.

No ha de ser que cuando ya se terminara aquél aperitivo y el grupo permaneciera expectante, ingresa la Mama T’alla recriminando a los presentes:
–Cómo pues me van a rechazar así, sírvanse pues, con cariño les estoy ofreciendo.
Actitud ante la que los visitantes quedando contrariados respondieron:
–Pero mama, ya nos hemos servido..., ya hemos secado el valde”.
–¿Cuál valde? –respondió la mama– Yo les he traído cantarito.
Acercando una vela a aquél recipiente del que nada gustosos habían estado bebiendo nuestros “sartacos”, con la tenue luz que de aquella candela se desprendía, los hospedados descubrieron que lo que habían estado ingiriendo no era precisamente la bebida de maíz incaica sino el agua en el que se había remojado el chuño para los platos del día.

El segundo...
No terminaron ahí empero los episodios aquella ocasión. Superado, aunque con mal sabor, el episodio de la chicha, cansados, como tenemos dicho, deciden los “sartacos” retirarse a descansar. Dirigidos por la Mama T’alla fueron conducidos a un ambiente en el que, presurosos, se pusieron a preparar su morada. Payasas, frazadas, slipings, fueron a parar al suelo para proceder con el ansiado descanso. Como habrá sido aquella ansiedad que nadie lo había notado hasta entonces, cuando uno de aquellos hubo de recostarse se encontró con un estrellado paisaje por techo de aquella habitación. ¡Les habían llevado a una lak’aya.!

El tercero...
Al día siguiente, algo circunspectos, los tatas fueron a hablar con las autoridades, a solicitarles puedan dotar a las mamas de una habitación con techo pues, como señalaron: –“Nosotros todavía podemos aguantar, somos varones, pero las mamas no”. Solicitud que fue acogida con diligencia y aceptada. Llegada la noche, el grupo fue dividido y mamas y tatas hubieron de pernoctar por separado. Amanecido que fue el día, con el habitual jolgorio que se da entre los muchachos en ocasiones como estas, bajaban los tatas de su lak’aya y, de súbito, una explosión de carcajadas se oyó entre ellos. Cubiertos de paja y de plumas, las mamas salían de su morada todo acongojadas. ¡Su habitación con techo había sido un gallinero!